"...la violencia, la vida y la muerte, el deseo, la sexualidad, van a extender, por debajo de la representación, una inmensa capa de sombra que ahora tratamos de retomar, como podemos, en nuestro discurso, en nuestra libertad, en nuestro pensamiento. Pero nuestro pensamiento es tan corto, nuestra libertad tan sumisa, nuestro discurso tan repetitivo que es muy necesario que nos demos cuenta de que, en el fondo, esta sombra de abajo es un mar por beber."
Michel Foucault, "Las palabras y las cosas".

compañero




Subo al bus. Voy rumbo a la playa. Viajo de día.

Las butacas cada vez son más confortables. Tengo preparado todo un equipo para no aburrirme en el caso de que no pudiera conciliar el sueño durante las siete horas. Nadie ocupa el lugar a mi lado.
Estamos en movimiento. La luz de la mañana y el marco de la ventana me muestran la ciudad como si fuera desconocida y hermosa. Con la mirada entrecerrada a través de los anteojos de sol, siento el vacío de la partida y me acomodo en la parte mullida de la soledad. Llevo una sonrisa interior, brillante. 
Estoy cansado.
En la primera parada, media hora después del punto de salida, sube L. con su madre. En un revuelo ultraveloz entiendo que L. es mi compañero de ruta porque se sienta a mi lado. Y su madre me aclara, como si fuéramos viejos conocidos y yo ya lo supiera, que se acabó la tranquilidad porque L. va a hablarme todo el tiempo. A ella eso le parece divertido. Hago algo nuevo: no pienso nada. Y L. se sienta del lado de la ventanilla. Me sonríe y habla.
L. es un chico de once años y también viaja solo. Por primera vez. Pero sabe muchas cosas y quiere contármelas. 
El diálogo es continuo, ligado inexorablemente al desplazamiento del micro sobre la cinta de asfalto. Estamos los dos solos y hablamos. Nos entendemos.
Esos campos de ese color parecen el pelaje de un león, me dice observando el dorado áspero ya cosechado. Y esas vaquitas negras son las pulgas, agrega casi en un susurro.
Allá, donde él y yo vemos esos rayos grises cayendo sobre los árboles diminutos y oscuros del horizonte, está lloviendo, hay tormenta fuerte. Y más acá, en un rato, va a lloviznar donde pasemos nosotros. 
Y habla y habla como su madre predijo.
Y ahora cae la lluvia leve y gris sobre los vidrios. Quizá nos haga sentir un poco tristes o íntimos a todos los pasajeros. Como imagino cosas sobre L., se las pregunto para ver si adivino.
Tuve hermano, pero durante un tiempo, hace mucho. Cuando tenía tres o cuatro años. Tuve una hermanita pero nació con un problema en el corazón. Y se murió en la operación a los dos o tres meses, más o menos. No lo soportó, el corazón era muy débil.
Los dos somos muy educados y nos convidamos galletitas y chocolate.
Y seguimos.
Para hablar mucho hay que saber mucho. El que dice poco sabe poco, dice L. y me interroga observándome. Me pregunto si su sonrisa recubre cierta ironía. Rápidamente le contesto que hay quien sabe mucho y dice poco. Que depende de lo que a uno le convenga. Depende de la circunstancia, le digo. 
L. queda pensativo y en silencio por primera vez. Detiene su hablar sorprendente, interminable. Su manera desesperada de contarme todo lo que sabe, todo lo que piensa, todo lo que es.

El bus llega a su destino. Lo ayudo a bajar la mochila pesada (ya somos viejos amigos que conocemos nuestras flaquezas), llena de los libros y las carpetas para estudiar en el verano en el campo de los abuelos.  
No habrás dormido nada, me dice el abuelo.
Un gusto haberte conocido, me dice L. y me extiende la mano. 
Y nunca más nos volvemos a ver.


                                                                                                foto: Aurea Tolo Giol